Los ateos de Moscù. Un cuento desde las montañas del Sur-Occidente colombiano | The Atheists from Moscow. A story from the mountains of the Colombian South-West

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Julián es un hombre de treinta y cuatro años que vive en el Departamento del Cauca, una región del sur-occidente colombiano. Tiene una barba larga, el pelo desgreñado, una voz baja y una sonrisa burlona impresa en la cara. Cuando lo encuentro, lleva cuatro meses de haber iniciado un proyecto en las zonas más remotas y rurales del sur-occidente colombiano: las bibliotecas itinerantes en zonas rurales afectadas por le conflicto armado. Julián viaja en motocicleta y a pie por las montañas del Cauca, tierras habitadas por varios pueblos indígenas, zonas de guerrillas, paramilitares y narcotráfico. Su proyecto es ser una biblioteca ambulante en aquellas zonas donde no hay bibliotecas, donde las actividades culturales escasean y donde las escuelas sólo tienen libros curriculares y nada más.  

Julián atraviesa en moto o a pie las veredas y los corregimientos indígenas de este departamento, pueblos entre mil y dos mil habitantes, dispersos por las montañas, con una mochila llena de libros. Encuentra la gente, los convoca, presta libros a cualquiera que le pregunte y organiza talleres de lectura y narración de cuentos para niños indígenas, campesinos y ancianos de las veredas.    

Voy a encontrarme con Julián en una vereda de esta región. Tomo una moto taxi en Santander de Quilichao, una de las ciudades más afectadas por le conflicto armado en el sur occidente colombiano. Cuando salgo de la ciudad y subo por los caminos de tierra, la ciudad desaparece y ellos aparecen: los soldados. Caminan en pequeños grupos: patrullan las calles, buscan guerrilleros. “¿Pero?” Le pregunto al mototaxista: “¿Los guerrilleros no entregaron sus armas hace tres años, después de que se firmaron los acuerdos de paz? “¡No todos, güevón! responde bromeando el conductor, mientras entra decididamente en un hueco en la carretera y casi me doy la vuelta por el peso de la mochila que llevo en mis hombros. “Los soldados persiguen a las “disidencias” de las FARC”, me dice, a grupos que han rechazado los acuerdos de paz. En realidad, se trata de grupos que reúnen a delincuentes comunes, ex-guerrilleros disidietnes y narcotraficantes, rezagos de un proceso de paz incumplido, productos del vacío dejado por la retirada oficial de las FARC, nunca llenados por una presencia del Estado que vaya más allá de la militarización.   

Mientras recorre estos caminos de tierra en su motocicleta, Julián a menudo se encuentra con los soldados. Le pregunto: “¿y… los soldados? ¿A ellos también les interesan tus libros? Me responde: “Aquí en Colombia, casi todos los soldados han terminado el bachillerato, por lo que todos los soldados saben leer y entienden casi todo. Patrullan el territorio, a veces pasan diez horas de guardia frente a una plantación de bananos, no tienen nada que hacer. Muchos leen novelas baratas que compran en la ciudad”. Cuando ve a un soldado leyendo uno de esos libros, Julián le reprocha burlonamente: “¡hermano, no leas esa mierda sentimental!, ¡lee esto, que es mejor!” y le pasa una novela de la gran literatura latinoamericana. Luego sube a la moto y se va de nuevo: “Me lo devolverás cuando vuelva, léelo, pero si lo pierdes no vas a tener más” y desaparece bordeando un campo de yuca.  

Un par de semanas más tarde, Julián vuelve en la zona, se encuentra con el mismo soldado y le dice: “Entonces mi libro, ¿lo llevaste como un lastre en tu mochila o también lo leíste? El soldado le responde intimidado: “¡No profe! yo lo leí, muy chévere, ¿no tendría otro?” Julián recupera la novela y esta vez le pasa un ensayo sobre la historia de Colombia en el siglo XX y anima al soldado: “Con el libro que acabas de terminar ya has escalado por encima del promedio de lectura de los colombianos, que es de medio libro al año, ¿Será que es bueno que te quedes aquí a cuidar el platanal? Durante nuestra conversación Julián comenta: “Los soldados están diez horas guardando las carreteras, es normal que se aburran y busquen una forma de pasar el tiempo leyendo”.

A veces Julián también se encuentra con los oficiales del ejército, más educados, menos tímidos con el “profe”. Algunos de ellos le dicen: “Profesor, estamos aquí para buscar a los guerrilleros de las “disidencias”, tenemos que entender al enemigo, saber lo que lee, cómo piensa. Danos los textos sobre los que se forman los guerrilleros”. Y Julián le pasa “Guerra de Guerrilla” de Che Guevara, los ensayos sociológicos de Camilo Torres o las memorias de Manuel Marulanda Vélez, uno de los fundadores de las FARC-EP. Los oficiales leen y entienden al enemigo, pero no tanto cómo lucha, sino sobre todo entienden por qué lucha. Querían entenderlo para derrotarlo y descubren que proviene de situaciones que ellos conocen bien. Mientras un líder guerrillero describe el exterminio de su familia durante el período de violencias rurales que prepararon la fundación de las FARC-EP, los oficiales redescubren la misma realidad de arbitrio y inseguridad que han vivido sus padres, pero, por un destino inexplicable, ellos terminaron disparando al otro lado del autor del libro, sin saber por qué. Algunos reconocen la común humanidad del enemigo, se ven reflejados en la falta de oportunidades que también tuvieron cuando ingresaron al ejército. Julián comenta: “Ojalá que uno de esos soldados se reconozca un poco en los prisioneros que captura, ojalá que maltrate a uno menos, ojalá que entienda que ese libro habla de ellos, soldados y guerrilleros, ojalá que ambos entiendan de dónde viene todo esto”.  

Luego Julián comienza de nuevo su recorrido, sube por los caminos de tierra, deja su moto en un pueblo y sube las colinas en medio del exuberante bosque ecuatorial. En la cima de un pequeño sendero poco marcado se encuentra con ellos, unos exguerrilleros. Hace tres años, entregaron sus armas y comenzaron un difícil retorno a la vida civil. Viven en viviendas temporales construidas por el gobierno en las montañas, donde, en medio de muchas dificultades, iniciaron unos proyectos productivos. Le pregunto: “¿y ellos? ¿Saben leer? Me contesta: “Muchos de ellos aprendieron a leer en las FARC-EP, antes eran campesinos analfabetas, ahora quieren leer sobre todos los asuntos. Con ellos empiezo con los libros más sencillos, a veces incluso cuentos infantiles, cuentos de hadas, que leen con dificultad, sílabas por sílaba, pero cada vez que voy recupero los libros y les propongo textos cada vez más complejos”. A diferencia de los soldados, siempre me preguntan, “¿qué dice la gente sobre nosotros? ¿Qué piensa la gente de la ciudad de nosotros aquí en las montañas?” Así que, en medio de textos más complejos, les doy uno de mis libros favoritos sobre la guerrilla: Una publicación de las iglesias cristianas pentecostales de Bogotá, distribuida gratuitamente delante de las iglesias: “Contra los Ateos de Moscú”, un panfleto de bolsillo, tan grande como un breviario, y le digo: “¡Lee aquí lo que dicen de ti, allá abajo, en la ciudad, el domingo por la mañana!”.  

Leen con avidez, y no pueden creer que el texto hable seriamente de ellos. Cuando repaso una semana después me dicen: “Pero… nos estás tomando el pelo…, a ti profe te gustan las bromas. ¡Esta gente no puede realmente vernos así! ¿Los ateos de Moscú?” Y se sorprenden de cómo son representados por aquellas personas en la ciudad, que llenan las iglesias los domingos por la mañana, y que nunca los han conocido. El profe confirma seriamente: “Realmente ellos te ven así”.

Los guerrilleros también, como los soldados, se reflejan en la historia del otro, empiezan a entender de dónde viene ese odio ciego, de aquellos que no quieren conocerlos y no quieren re-conocerse en ellos. En esos campesinos recién alfabetizados, una chispa de pensamiento crítico se enciende, comienzan a entender la diferencia entre la realidad y su representación mediática, sienten cómo los discursos recrean el mundo en el que viven, especialmente en este país asediado por narrativas hegemónicas, unilaterales y polarizantes, prisioneros de una asfixiante amnesia de las condiciones sociales que alimentan el conflicto.  

Julián viaja por los caminos de tierra del Cauca, prestando libros a niños, indígenas, ancianos y a los guerreros de ambos bandos. Sus libros se convierten en espejos que permiten encontrarse con el otro y conocerlo, mientras que, por un destino incomprensible, me dispara y yo le disparo. En esas líneas de tinta leo lo que dice de mí, ambos somos prisioneros del mismo hechizo, de un enemigo demasiado parecido para decidir encontrarse con él, a riesgo de reconocerse en él, para descubrirse iguales e intercambiables.  

El guerrillero lee como la gente de la ciudad lo ve, el soldado reconoce en los textos de la guerrilla las mismas condiciones sociales en las que creció. Me reflejo en él, él se reconoce en mí, nuestros rostros se confunden, yo podría haber sido él, él hubiera podido ser yo ¿Por qué no soy él? Preguntas que surgen en la mente de un soldado mientras monta la guardia en un inmóvil campo de yuca.    

Al borde de un campo, un soldado de 20 años devora una novela que un mes antes leía un exguerrillero, que hace tres años dejó las armas y ahora vive al lado de la selva, tres kilómetros más arriba. El papel absorbe el sudor de los dedos de los enemigos, los ojos de los enemigos corren a través de sus cartas, ese libro despierta pensamientos, emociones y recuerdos que se entrelazan a ambos lados de ese invisible frente, líquido y cambiante como es la guerra en las montañas del sur-occidente colombiano.  

Un soldado lee, parado en los bordes de un campo de yuca, defendiéndolo de aquellos improbables “ateos” venidos del frío. Unos kilómetro más arriba, un campesino analfabeta que hace veinte años se convirtió en guerrillero y hace tres años dejò las armas lee cuentos de hadas para niños y el panfleto de los pentecostales, y se pregunta cuál de los dos es producto de la imaginación más ferviente, la más alejada de su realidad. El guerrillero relee las frases tres veces y se sorprende, él, el Ateo de Moscú, improbable bolchevique surgido de las hojas de los plátanos. Y se ríe con sus incrédulos ex-compañeros de armas, él, que sólo quería un pedazo de esa tierra negada, para plantar frijoles y café.  

En estas montañas del suroccidente colombiano encotré a Julián, el hombre que teje los caminos de la empatía, del reconocimiento. Un hombre que presta espejos de papel a guerreros codiciosos de conocer las palabras del otro. Julián, que acompaña el camino sinuoso de una mirada que descifra aquellos signos negros en una hoja de papel. Una mano sostiene ese bloque de papel empapado en el sudor de otro lector, que dispara desde el otro lado del suyo.   

Y Julián retoma el camino, con su moto y su mochila llenas de libros, llenas de dudas, llenas de recuerdos y pensamientos, nacidas a ambos lados de la invisible trinchera. Julián, el hombre que presta espejos a guerreros.

Angelo Miramonti es profesor de Artes Escénicas y Comunidad y coordinador del semillero “Artes para la Reconciliación en el Instituto Departamental de Bellas Artes, en Cali. Ha facilitado talleres y montado obras de teatro social en Europa, África y América Latina. Sus intereses de investigación se enfocan en métodos creativos para acompañar procesos de reconciliación y convivencia con poblaciones afectadas por conflictos. Ha estado investigando el teatro testimonial con víctimas de violencia sexual en Colombia, la creación y actuación de mitos en Europa y el Teatro Foro para contrastar la violencia de genero entre adolescentes. Se ha formado en Europa y en Estados Unidos en Teatro del Oprimido, Drama Terapia, Teatro del Testigo y Teatro Ritual. Tiene una Maestría en Antropología Cultural y está llevando a cabo una investigación antropológica sobre rituales y danzas de sanación entre las mujeres de Senegal.